El hombre es un ser para la muerte. Desde el momento de nacer solo hay una certeza: que la muerte es segura antes o después. Esta certeza ha presidido la vida de los hombres desde su aparición en este mundo y muchas de sus actividades han tenido como propósito el hacer de esta verdad algo soportable. Que el hombre es un ser para la muerte es una definición de Heidegger. De forma más jocosa Benjamín Franklin dijo aquello de que lo único cierto en la vida eran la muerte y los impuestos.
Los primeros signos de cultura que nos ha dejado el hombre primitivo han sido los monumentos funerarios. Esta manifestación del culto a la muerte es una señal de trascendencia, de esperanza en otra vida, supuestamente mejor. El mensaje es siempre el mismo: no importan los infortunios ni las dificultades que hemos de padecer en esta vida porque nos espera una mejor que nos compensará con creces de todos nuestros sufrimientos. Muchas veces este mundo futuro se presenta como similar al actual pero mejorado. Así el paraíso de los aborígenes de norte América es una gran pradera repleta de caza. Para los beduinos del desierto, pasados al Islam, es un jardín con ríos de leche y miel entre otras maravillas. Los cristianos primitivos, también gentes de zonas áridas, hablan de un jardín, el jardín del Edén con toda clase de abundancias. Más adelante el cristianismo se sofistica y nos habla de un paraíso en el que el mayor placer es estar permanentemente en presencia de Dios. Las religiones orientales llegan a una conclusión parecida, pues tanto el Budismo como el Hinduismo nos hablan de sucesivas re encarnaciones, de las que por cierto también nos habló Platón, hasta alcanzar un nirvana permanente ausente de todo deseo.
Es interesante que todas las religiones, a pesar de prometernos una vida futura mucho mejor que la vida terrenal actual, no nos meten prisa en alcanzar estos paraísos tan atractivos. Lo lógico parecería ser que si después de la muerte nos espera una vida mucho mejor, nos deberían recomendar morirnos lo antes posible. Sin embargo sucede lo contrario, nos animan a prolongar nuestra vida lo más posible. ¿Por si acaso?
Pero vamos a abandonar, para el propósito de esta reflexión, los aspectos trascendentes y a contentarnos con la simple biología. Y no nos engañemos: desde el punto de vista biológico la especie humana es otra más de las muchas especies animales que en el mundo han sido. Y como nosotros los humanos hacemos la valoración de las especies, pues decidimos que nuestra especie es superior a las demás. Por supuesto que esta valoración está sesgada. Hay otras especies de animales que tiene mejor vista que nosotros. Otras tienen mejor oído. Otras son más rápidas o más fuertes. Cada especie tiene las cualidades que necesita para cumplir su misión en este mundo. Pero los humanos tenemos más cerebro, más capacidad intelectual que nos permite soslayar con éxito comprobado el inconveniente de no tener mejor vista, oído, rapidez y fuerza que otros animales. Y como tenemos más cerebro podemos reflexionar sobre nuestro destino, aunque esta propiedad pudiera no suponer una verdadera ventaja.
Sigamos con la biología. Como animales, la naturaleza nos marca la misma obligación que a todas las demás especies: garantizar la supervivencia de la especie mediante la reproducción suficiente. Y nuestro cerebro inteligente nos recuerda esta obligación como algo imperativo ya que, sabemos, muchas especies han desaparecido de la faz de la tierra por no ser capaces de reproducirse con eficiencia por muy poderosos y abundantes que hayan sido. Recordemos, aunque sea un tópico, el caso de los dinosaurios de los que solo quedan restos fósiles. Pero es que muchos de nuestros antepasados humanos también han desaparecido dejándonos a nosotros como último eslabón de nuestra especie. De momento.
Los animales viven lo suficiente para reproducirse y garantizar así la pervivencia de su especie. En realidad no todos los individuos se reproducen pero basta con que un número sufriente lo haga para mantener la cadena vital. Algunos animales, como el salmón por poner un ejemplo conocido, mueren inmediatamente después de desovar y fertilizar los huevos ya que sus crías son autosuficientes desde el momento de nacer. Los mamíferos lo tienen más difícil, ya que sus crías necesitan un periodo de protección más o menos largo hasta ser independientes y fértiles. Porque una vez garantizada la especie el individuo sobra. Y este es también el destino del animal hombre.
Pero ningún animal quiere morir voluntariamente. Es lo que llamamos instinto de conservación que seguramente tiene el único propósito de mejorar las probabilidades de llegar a la edad reproductiva y, de nuevo, garantizar la continuidad de la especie. El deterioro causado por la edad (peor vista y oído, menor fuerza y rapidez) le hacen más vulnerable a los depredadores, las enfermedades y las calamidades ambientales le llevarán finalmente a la muerte. Y el hombre, recordémoslo de nuevo, es un animal más.
Pero el animal hombre ha sido capaz de complementar su instinto de conservación para hacerlo más eficaz. Su cerebración, producto según parece de la evolución, le ha permitido desarrollar habilidades que llamamos técnica. El fuego, las armas, la construcción de refugios y vestimentas, las mejoras en la alimentación y la higiene hasta llegar a la moderna medicina le han permitido sobrevivir con bastante éxito a su edad reproductiva. Prolongación de la vida sin una ventaja clara para la especie ni para el individuo. Prolongación muchas veces hasta más allá de su vida útil hasta el punto de volver a necesitar de cuidados por parte de otros miembros de su especie. La naturaleza nos recuerda constantemente que hemos rebasado nuestra vida reproductiva útil y que debemos morir pero nos resistimos a esta llamada biológica por todos los medios y especialmente por la medicina moderna. Esta lucha contra la naturaleza, contra natura, termina final y fatalmente con la derrota absoluta. Con la muerte, destino inevitable.
De todo lo dicho se deriva que la naturaleza es muy generosa con la especie y muy poco generosa con el individuo. El individuo, condenado a morir irremediablemente en un tiempo relativamente corto, ha de arrastrarse a través de calamidades y peligros, hambre y dolor, guerras y enfermedades, injusticias y traiciones con el único fin práctico de reproducirse. Es evidente que todos los individuos pasan por más momentos negativos que positivos a lo largo de su vida aunque la memoria, filtro maravilloso, nos recuerde más lo positivo. De ahí la absurda afirmación de que todo tiempo pasado fue mejor. Esta inclinación a destacar lo conveniente para olvidarnos de lo fundamental es creo no equivocarme, lo que Kant llamó la apariencia dialéctica de la razón. Pero la especie también tiene los días contados ya que todo el mundo conocido está destinado a desaparecer. Los científicos así nos lo aseguran.
Por lo tanto, ¿Qué beneficio supone para el individuo el vivir y, sobre todo, el vivir mucho tiempo? El hombre se encuentra, de pronto, arrojado al mundo hostil provisto de un instinto natural que le obliga a luchar por seguir viviendo con la única certeza de un fin mortal. ¿Por qué esta condena a vivir? Todo por la especie ¿Y por que? No hay respuesta si no es la de un azar biológico que nos condicionó desde el origen del mundo. Calderón de la Barca nos ofrece, por boca del desesperado Segismundo en La Vida es Sueño una respuesta: que el mayor delito del hombre es haber nacido. Dura sentencia dictada por Calderón que, no lo olvidemos, era un sacerdote católico.
La respuesta a nuestra pregunta inicial ¿Cuál es el mejor momento para morir? No es ni optimista ni pesimista. Es simplemente neutral. Desde el punto de vista biológico del individuo (insisto, trascendencias aparte) el mejor momento para morir es el momento de nacer. Es, simplemente, el trayecto más corto para llegar a su destino.
Este texto va a favoritos, es simplemente genial
Interrogantes razonados