VIS MEDICATRIX NATURAE. LA NATURALEZA TAMBIEN CURA.

Vis medicatrix naturae: el poder curativo de la naturaleza.  Este es un concepto muy simple pero que ha constituido la base fundamental de la actitud de los médicos más sensatos cuando se enfrentaban al dilema de tratar enfermedades sin disponer  de ningún tratamiento eficaz.

Hipócrates, en el siglo V  A.C.  ya era consciente de esta situación. Sus famosos aforismos no son sino un tratado de terapéutica médica lleno de sentido común en el que recomienda confiar en la naturaleza de los pacientes más que en los tratamientos disponibles.  Es conveniente, decía, favorecer la acción de la naturaleza y no entorpecer su capacidad de curar. El arte de curar es seguir el camino por el cual cura espontáneamente la naturaleza. Es preferible no hacer nada a empeorar la situación. Lo primero, no hacer daño. Como es evidente, Hipócrates era consciente de cuanto se podía perjudicar a un enfermo mediante la aplicación empírica de los tratamientos disponibles. Ya se usaban los purgantes y la sangría.

Pero no todos estaban de acuerdo con estos consejos tan juiciosos. No es fácil para un médico contemplar como un paciente se deteriora sin hacer nada para evitarlo. El hecho de hacer algo, de dar un tratamiento, calman la ansiedad del médico y de su paciente. Aunque el tratamiento sea muy perjudicial. Algunos de sus contemporáneos llamaron a Hipócrates el procurador de la muerte.

El problema, que duró miles de años, es que no se conocía ni se podía conocer la causa de las enfermedades. Sin conocer la causa, el tratamiento sensato era imposible. Los purgantes, la sangría y la aplicación de medicación sin sentido (recuérdese la triaca magna) estuvieron vigentes hasta bien entrado el siglo XIX nada menos. No podemos negar la buena intención con que se aplicaron estos remedios, en la desesperación de no tener nada mejor. Algunos intentos de seguir las  recomendaciones de Hipócrates (lo primero no hacer daño) recurren a tratamientos como la Homeopatía con lo que la administración de medicamentos en dosis infinitesimales, si no curaban por lo menos no perjudicaban. Era un intento de vis medicatrix naturae.

Aunque parezca mentira esta situación  no cambia hasta bien entrado el siglo XIX. El descubrimiento de las bacterias como causa de las enfermedades infecciosas fue un paso fundamental. Pasteur acaba con la creencia de la generación espontánea y establece la teoría bacteriana  lo que da lugar a la implementación de la asepsia y la antisepsia. El desarrollo de la anatomía patológica establece el conocimiento científico de la naturaleza de las enfermedades. Por fin se puede hacer el diagnóstico preciso de las enfermedades y sus causas.  Por ejemplo Addison describe la insuficiencia suprarrenal en 1885 y Hodgkin describe la enfermedad que lleva su nombre en  1832. Estos diagnósticos se hacían en base a la clínica pues no se disponía de análisis de laboratorio ni de medios como la radiología (el ingeniero alemán Roentgen descubre los rayos X en 1895 pero pasan años hasta su aplicación en medicina). Un chiste de la época decía que en Viena, la capital médica de entonces, se podía recibir lo mejor de de la medicina del momento: un diagnóstico perfecto por el Dr. Skoda seguido por una magnífica autopsia por el Dr. Rokitanski. Estos  doctores eran lo mejor de la medicina interna y la patología de aquellos años.

El problema era entonces que ya se podía realizar el diagnóstico real de las enfermedades, pero no se disponía de los tratamientos necesarios. Disponemos de numerosos testimonios de médicos de la época en los que muestran su frustración ante su incapacidad de curar a sus enfermos. Imaginemos lo que suponía para un médico del siglo XIX el ver como un enfermo de tuberculosis, enfermedad que hacía estragos entonces, perfectamente diagnosticado se encaminaba hacia su muerte sin poder hacer nada.  Desechados los tratamientos empíricos de siglos anteriores, los médicos vuelven a confiar en la vis medicatrix naturae: medidas higiénicas, reposo y dieta.  Como en tiempos de Hipócrates, los médicos deben de curar a veces, aliviar con frecuencia y consolar siempre. A finales del siglo XIX solo se disponía de un corto número de medicamentos eficaces: la quinina, los opiáceos, el arsénico, el hierro y la digital.  Algunos intentos sensatos tienen éxito: a finales del siglo XIX se trata el hipotiroidismo con extractos de tiroides por vía oral con buenos resultados..

Hoy no somos conscientes de lo recientes que son los tratamientos que ahora nos parecen  normales. Pero no fue hasta 1901 cuando Landsteiner descubre los grupos sanguíneos  que permitirán las transfusiones y que fue en 1935 cuando Dogmak descubre las sulfamidas, primer tratamiento eficaz de las infecciones. Fleming, en 1928, descubre por casualidad la penicilina, pero no fue hasta 1940 cuando Florey y Chain consiguen desarrollar un método para producir este antibiótico en grandes cantidades para que desde 1950 estuviese en todas las farmacias.  Waksman descubre la estreptomicina, primer tratamiento eficaz de la tuberculosis, en 1943. La cortisona se sintetiza en 1942.

Los grandes avances de la medicina y de la cirugía, así como de la higiene y de la medicina preventiva, nos han llevado a un nivel de salud nunca conseguido anteriormente. Pero al mismo tiempo, estos tratamientos tan eficaces pero tan agresivos,  conllevan la aparición de efectos secundarios importantes. La aplicación equivocada de algunos de ellos causa efectos muy negativos (la iatrogenia).   Tal vez sea el momento de recordar algunos sabios consejos de  otros tiempos: lo primero, no hacer daño.

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